Mujer sentada en una estación de tren
Me gustan estos días finales antes de terminar el año; me gusta dedicarme un poquito de tiempo y reflexionar sobre cómo ha ido todo en los últimos 365 días.
Sin lugar a dudas, 2017 ha sido el año más significativo de mi vida. Lo más importante y que me brindó el momento de mayor felicidad y plenitud que jamás he experimentado fue el nacimiento de mi hijo Miguel. Antes de su llegada tenía un poquito de miedo; el embarazo fue un periodo de tremendas convulsiones emocionales: inquietudes, miedos, inseguridades, culpa, incertidumbres, desvelos, ilusiones, sueños, etc. Sin embargo, mi niño me lo puso todo tan fácil; apenas verle esa carita, apenas sentir su piel con mi piel, ya estábamos unidos para siempre; así lo supimos ambos. Me miraba perplejo con sus ojitos lindos, no paraba de hacerlo. A pesar de su recién llegada al mundo, mi bebé se sentía seguro en brazos de mamá y tuvimos unos días maravillosos en los que traté de no separarme de él puesto que solo hallaba la paz si lo tenía en mi brazos, sobre mi pecho. Nadie debiera separar a un recién nacido de los brazos de mamá o papá.
Curiosamente, tres meses después del alumbramiento de Miguel, tuvo lugar otro; en este caso, no nos condujo a la plenitud, no me sirvió como bálsamo ni me reconcilió con todas mis imperfecciones y lamentos. F. y yo decidimos, por la felicidad de Miguel y la nuestra, no continuar estando juntos. Ha sido uno de los episodios más fuertes que he experimentado jamás. Un desconcierto que todavía hoy no alcanzo a entender. Durante aquellas semanas, no podía creer nada de lo que estaba sucediendo. Estaba desolada. Tremendamente rabiosa. Han pasado dos meses desde aquellos días (aquellos días negros cuya antesala venía ya desde el embarazo, qué embarazo...). No me apetece otra vez volver a revivir aquellas sensaciones; desde luego, fueron desgarradoras, todavía hoy arrastro algo de ellas, pero 2017 ha sido el año en el que ha nacido mi bebé, y por ello, el mejor de mi vida.
A veces tiendo a pensar que ambos alumbramientos, un principio y un final, no son más que el nacimiento de un nuevo ciclo vital en el que me siento más fuerte, más ligera, más serena, con más amor, con más vida. Tengo a Miguel. Tenerlo a él, lo es todo para mí. Tengo un futuro que yo misma voy a forjar, con mis manos y con mi corazón. Con mi entrega. Y yo sé mucho de corazones y entregas, al fin y al cabo, mis únicas idiosincrasias.
Sé que me equivoqué, y no voy a decir aquello de que mis errores me condujeron a donde estoy hoy. No. Mis errores me pesan, pero solo pretendo perdonarme y continuar. Vivir cada día con ilusión y siendo un poquito feliz; con Miguel, eso sí, tengo todos los días felicidad; simplemente cuando vamos a dormir juntos, o me despierta a cada hora con sus patadas en mi vientre, o me estira de la camiseta buscando el pecho; cuando gimotea de alegría y se queda tranquilito en mis brazos; cuando entrelazamos mis dedos con sus manitas; cuando me mira fijamente y en paz; al hacerle cosquillitas y su risa inunda mis oídos, la casa, mi alma; cuando está tomando el pecho y de repente se detiene, y me sonríe, y continúa. Eso es LA FELICIDAD.
Y así quiero seguir. Quiero que sea un año sereno; sí, he de lidiar con toros importantes, pero los lucharé, como a mí me gusta. Como aprendí de mi madre.
Quiero ser una mujer tranquila y feliz en este nuevo ciclo. Me lo pido. Y ya sé lo que toca.